A Carlos Cardona lo conocemos como abogado, en la política, o porque la vida bohemia -por accidente, meramente por esto, lo aseguro- lo atravesó en el camino. Por ello quizá a algunas personas les sorprenda encontrarse con su faceta literaria, en este caso, a través de su cuento Oda al Gran Dios de la Eterna Noche; y el cual me correspondió conjurar en un coctel de imágenes hechas para perturbar, inquietar y, sobre todo, degustar y disfrutar.

 

El cuento está presentado en seis momentos, cada uno con un archivo audiovisual tomado sin permiso, lo que lo convierte en un trabajo experimental proscrito.

 

Fragmentos de películas, cortometrajes y fotografías fueron tejidas paralelamente, adentro y alrededor del cuento, donde texto e imágenes se abrazan, pero también llegan a mirarse de reojo mientras cada uno cuenta su historia, que a la vez es una sola que permite el nacimiento de otras.

 

Gracias a Cardona por invitarme a participar de esta fisura literaria hecha para agrietar la rigidez de contar historias.

 

Alexander Escobar

Palmira, enero 5 de 2024

 

A continuación, puedes dar clic en cada pestaña para ver, oír y percibir el cuento:

 

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Leer: Los chamanes del Bredunco

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Leer: El Bredunco

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Leer: El Proyecto Mamut

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Leer: La montaña de fuego

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Leer: Guardada en la sangre

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Leer: Canción para el Gran Dios de la Eterna Noche

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En las noches mestizas que subían de la hierba,

jóvenes caballos, sombras curvas, brillantes,

estremecían la tierra con su casco de bronce.

Negras estrellas sonreían en la sombra con dientes de oro.

 

Después, de entre grandes hojas, salía lento el mundo.

La ancha tierra siempre cubierta con pieles de soles.

(Reyes habían ardido, reinas blancas, blandas,

sepultadas dentro de árboles gemían aún en la espesura).

 

Morada al Sur, Aurelio Arturo

 

Mi destino no está escrito en las estrellas; tampoco en mis manos: no tienen huellas ni líneas palmares; mi destino y el de la humanidad está guardado en mi sangre (tu nombre también, Dios de la Eterna Noche). Mis padres lo sabían, por eso mi madre, en secreto, me consagró a Ti, Señor; y sólo, sólo me lo reveló la noche elegida, la de su muerte.

 

Esa noche tejió en su pelo cano (y en el mío, también cano) unas trenzas menuditas que se sabía de memoria; me sonrió dulcemente mostrando su dentadura amarilla, curtida por el tabaco; y envuelta en lágrimas cantó una melodía hermosa, en lengua arcaica. Porque la había escuchado cantar para los difuntos, la repetí de memoria, llorando. Pero su canto eran las únicas palabras vivas de una lengua muerta que solo hasta entonces comprendí: mi madre las tradujo, antes de morir. 

 

La sepultamos en sagrado, en tierra de la selva que no conoce huella humana. Tiempo después calcinamos sus huesos; y cuando se hicieron ceniza, no las depositamos en una vasija de barro. No. Las arrojamos al viento, junto a nuestros mayores y nuestras mayoras que no conocen reposo desde que profanaron sus tumbas. Seguido, adoramos tu nombre, como hacía siglos ningún mortal lo veneraba, pues mis hermanos, esclavos del olvido, se arrodillan ahora ante un ídolo falso: un Dios extranjero asesinado hace siglos por sus propios súbditos y suplantado por una imagen diabólica que finge amor, y siembra odio; en cambio Tú, Señor, aún estás vivo, porque los mayores y las mayoras te presintieron entre los Andes majestuosos y te llevaron en cada gota de su sangre.

 

Ahora, Dios de la Eterna Noche, Dios de todos los Dioses, mi sangre recuerda que tu nombre es el canto de mi madre muerta; recuerda también el primer olvido que duró milenios, cuando eran aún de piel blanda las rocas escupidas a orillas del Bredunco, por el Puracé: esa noche, noche telúrica, noche agónica, noche aciaga, cayeron del cielo lamidas por una incandescencia lluviosa, que se hizo ceniza, viento… y espíritu. Tuvimos miedo, pero Tú nos acogiste entre tus brazos, con tal fortaleza, que nuestros cuerpos se hicieron ceniza, viento... y espíritu; gracias a Ti, escapamos de la muerte y habitamos en la selva, por siglos; luego nos hiciste carne; entonces restauramos tu templo de piedra, cultivamos tu tierra y protegimos tu fauna.

 

Pero una noche, noche voraz, noche incesante, noche asesina, llegaron bestias de cola peluda e invertebrada, unas; y otras, rabiosas, de hocico babeante y cola ósea pero velluda, junto a hombres también rabiosos, babeantes y velludos. Ellos trajeron un dios impostor pronunciado en lengua extraña. En su nombre aniquilaron a tus hijos; también violaron a tus hijas; profanaron tu templo, tu fauna, tu flora y se llevaron todas tus riquezas, todas menos una: ¡Tu nombre¡; porque una noche cósmica, noche eclipsada, noche primordial, la noche de todas las noches, me elegiste para guardarlo; entonces nos reuniste en la maloca, y usando al chamán como instrumento, empujaste el puñal de roca cósmica, con mano poderosa pero sagrada, sobre mi pecho…

 

Y esa noche, noche primordial, noche boca arriba, vi el plenilunio enrojecido posado sobre las lajas del templo, igual que mi pecho sangrante… Y después, mucho después, envuelto entre nubes blancas me guiaron ante Tí las águilas que habitan en tu mirada de piedra, las mismas que hoy anidan en los Andes y desafían los vientos turbulentos.


Ahora después de siglos hechos de oprobios que no cesan, puedo recordarlo. Ahora sé que mi destino es gritar tu nombre al viento que tampoco cesa y que eternamente guarda nuestros muertos: también él guardará tu nombre, Dios de la Eterna Noche.

Por: Carlos Cardona


El río sube por los arbustos, por las lianas, se acerca,

y su voz es tan vasta y su voz es tan llena.

Y le dices, le dices: ¿Eres mi padre? Llenas el mundo

de tu aliento saludable, llenas la atmósfera.

—Yo soy tan sólo el río de los mantos suntuosos

 

Morada al Sur, Aurelio Arturo

 

Más allá del sueño existe un lugar sin tiempo y sin espacio, es el sueño primordial, el sueño colectivo, el sueño de todos los sueños; su nombre es: Bredunco, como el río que baja de los Andes.

 

Por eso, la noche de plenilunio, la noche primordial, la noche de todas las noches, los chamanes recostados en sus hamacas o sentados en sus butacos, no pensaban, sólo soñaban; su sueño era uno solo, era colectivo como su canto, porque el Bredunco es colectivo y es uno solo.

 

Hasta allá trasladaron todo lo que existente, desde el arco iris con sus colores, hasta el jaguar con su pelambre y los loros con su plumaje; solo faltaba, solo faltaba, un ser humano, alguien dispuesto a soñar eternamente el sueño primordial.

 

Entonces la chamana, que también es mi madre, dijo a la tribu: “Ahora todos iremos a la selva y escaparemos de los hombres rabiosos, babeantes y velludos”. Y señalándome con su mano me dijo: “Iremos todos, menos tú, hijo mío, tú irás al Bredunco”; y mis ojos de niño se llenaron de miedo, y de lágrimas.

 

Es tan amargo como vomitivo el sabor de la ayahuasca… pero la apuré con obediencia hasta el último sorbo. Llorando aún le entregué el totumo a mi madre, y ella agregó: “esconderemos el nombre de Dios en tu corazón para que los hombres rabiosos, babeantes y velludos no lo encuentren y no lo contaminen”. Y dicho esto, me condujo a la maloca donde cantaban, danzaban y soñaban sin reposo, los chamanes y las chamanas desde hacía varios días y varias noches. Y no canté, ni dancé, ni soñé con el Bredunco, porque esa noche, acostado boca arriba en el centro de la maloca, los chamanes con un cuchillo de roca cósmica me arrancaron el corazón, y me pusieron el tuyo, Señor de la Eterna Noche.

 

Sobre una balsa de guadua, adornada con pieles de animal bravío, cubrieron mi cuerpo, sin vida, con polvo de oro; luego lo envolvieron en mantas de algodón; y depositaron en una vasija, también de oro, mi corazón palpitante. Todo lo deslizaron hasta el río.

 

Entonces la chamana, que es mi madre, se acercó a mi oído y pronunció tu nombre; todos tus nombres en lengua mortal, todos cupieron en mi oído. También cupo la algarabía de los hombres de la tribu, la melodía triste de una zampoña lejana, el llanto de las mujeres, y finalmente la voz ronca, omnipresente, del Gran Bredunco diciendo: “Soy Bredunco, Señor de los Andes, espejo de astros eternos y fugaces; la muerte ha cerrado eternamente tus párpados, duerme, duerme en mi vientre húmedo donde crece el légamo, pero no el tiempo”.

 

Y así se hundió mi cuerpo en su torrente moreno… Y penetré en tus dominios, Señor de la Eterna Noche, al otro lado del tiempo, donde no existen astros ni eternos ni fugaces. Desde allí oí el galope de bestias velludas con cascos de metal hoyando la tierra y el grito moribundo de mis hermanos. Los oí, por siglos, los oí.

 

Pero una noche, noche mágica, noche de resurrección, noche infinita, palpitó tu corazón en mi pecho dolorido. Y desperté temblando de frío aún con el sabor amargo de la ayahuasca en mi garganta, ya no cerca al Puracé, donde dejaron mi cuerpo los chamanes sino en medio de un valle de ensueños. Desde allí pude ver a la distancia los Andes lejanos: montañas azules de lomo rizado; y en mi recuerdo vi, atrapada entre tus manos, aunque descolorida por el tiempo, la sagrada sierpe. De nuevo cupo en mi oído la canción del Bredunco cantando de antaño su canto contra la roca, diciendo: “Soy Bredunco, Señor de los Andes, espejo del cielo, sube hasta la montaña más alta, y asómate a mi cauce”. 

 

Y después de siglos subí hasta el páramo gélido donde hacen nido el águila de pico curvo y el cóndor sagrado; y me asomé en las aguas del Bredunco: espejo líquido de tiempos eternos y fugaces. En su reflejo vi, secuestrada a orillas de una bahía pestilente, a una diosa que yacía inmóvil de espaldas a una ciudad inmensa, tan luminosa que, aquella noche sin estrellas, parecía de lejos un gigantesco sólido de oro; era el país de los hombres rabiosos, babeantes y velludos, el país de Moloch¡¡¡

 

Una bola de fuego cósmico, fuego apocalíptico, fuego de todos los fuegos, consumió la ciudad en un instante y liberó a la diosa, llamada Libertad, de su cautiverio; la vi hundirse para siempre…(?) en el frío y profundo abismo del océano mientras los hombres rabiosos, babeantes y velludos, se calcinaban en el fuego cósmico, el fuego de Moloch. Ardían sus rostros pálidos, sus cabellos rubios y sedosos como las barbas del maíz; y ardían también, inyectados por la locura, sus ojos saltones de pupila azul y pestaña crespa.

 

Y todo, todo en el país de Moloch ardió hasta quedar convertido en una ceniza gris que se llevó el viento, el mismo viento que guarda nuestros muertos, y que eternamente guardará tu nombre, Dios de la Eterna Noche.

Por: Carlos Cardona

La bola de fuego, que consumió la pestilente bahía, fue solo el comienzo de la extinción de las grandes urbes. Antes había cundido el hambre y la pandemia, sobre todo la pandemia. Todos vieron venir su precuela: el calentamiento global, pero nadie hizo nada para detenerlo. Al contrario, muchos negaron su existencia. 

La temperatura promedio subió escasos tres grados centígrados, pero fue suficiente para derretir gran parte del permafrost, ese cementerio de animales congelados que cubre los cascos polares del planeta. Gracias a esta desglaciación afloraron a la superficie, perfectamente conservados, los cuerpos sin vida de mamuts lanudos, leones de las cavernas, lobos del pleistoceno y cientos de virus, hongos y bacterias prehistóricos. 

La proliferación de estos cadáveres permitió a la ciencia encontrar el genoma necesario para completar la información genética del mamut lanudo. Combinándolo con el ADN de sus parientes cercanos, los elefantes asiáticos, pudieron resucitar al mamut, después de seis millones de años de extinción. 

Tal éxito los llevó a desarrollar nuevos experimentos en ingeniería genética, a fin de mejorar otras especies animales, incluyendo la especie humana. Para tal efecto buscaron por todos los rincones del planeta genoma humano ancestral. Y fue por esta razón que los científicos internacionales llegaron al Bredunco, una comunidad chamánica que gracias a Ti, Señor de la Eterna noche, había resistido la colonización española y habitaba ahora, hacia la segunda mitad del Siglo XXI, en el corazón de la selva amazónica. 

El desarrollo tecnológico había logrado el milagro científico de resucitar al mamut, pero también había hecho resucitar virus prehistóricos dormidos desde hacía millones de año. Uno de esos virus fue conocido como ARCTIC-66 o simplemente 666, una especie de SARC que saltó de los nuevos-grandes mamíferos a los humanos, y gracias al calentamiento global pudo expandirse alrededor del mundo. 

La respuesta fue inmediata: una docena de vacunas contra el SARC ARCTIC-66 que se elaboraron utilizando las mismas metodologías y precursores que, años atrás se habían usado para sintetizar la vacuna contra el SARC- COVID-19. 

Las vacunas fueron un fracaso. El virus mostró resistencia a todas y, peor, mutó a una forma más agresiva de virulencia que además de atacar el sistema respiratorio, también atacaba el sistema inmune, o al menos eso se dijo al principio antes de que las grandes farmacéuticas reconocieran el fracaso de la vacunación masiva. 

Lo cierto es que a principios del siglo XXI, mil cuatrocientos millones de personas en el mundo estaban infectadas de tuberculosis, pero solo un pequeño porcentaje había desarrollado los síntomas. Sin embargo, a principios de la segunda mitad del mismo siglo, en un lapso de pocos meses más de cien millones de personas todas vacunadas presentaron insuficiencia en el sistema inmune desarrollando los síntomas de una nueva forma de tuberculosis; y aunque el virus era harto conocido porque había permanecido dormido en los pulmones de la humanidad durante miles de años, lo cierto es que para esta nueva cepa no existía ningún tratamiento, ninguno, Señor de la Eterna Noche.

 

Por: Carlos Cardona

La única solución que se encontró no para curar a los enfermos, sino para salvar a los no contagiados, fue construir alrededor del mundo, controlados por las fuerzas armadas sanitarias, campos de confinamiento a los que se les denominaba con un eufemismo: “La montaña de fuego”. En ellos pusieron en cuarentena indefinida y hasta que fallecieran a todos los enfermos, incluyendo al personal médico voluntario que los asistía. 

Uno de estos campos se construyó en las montañas andinas, cerca al Puracé. Hasta allá, los militares trasladaron todo lo necesario, desde los comestibles y bebestibles, hasta las ropas y los pañales, así como gasolina, lanzallamas, armas de fuego, sensores de movimiento y sensores de calor. Solo, solo faltaban los enfermos. 

Y una noche, noche luctuosa, noche voraz, noche asesina, los militares sanitarios en sus vehículos blindados, y vistiendo sus uniformes especiales para cuarentena, trasladaron hasta La montaña de fuego a 500 niños que habían nacido durante la pandemia con malformaciones genéticas; algunos ya presentaban síntomas de la nueva tuberculosis. 

Uno de esos niños fui yo. Nací sin huellas dactilares, sin pigmentación y con un sistema inmunológico deprimido, pero con una hipersensibilidad especial para la espiritualidad. Por eso mis padres que practicaban la religión ancestral, me consagraron a Ti, Señor de la Eterna Noche. 

Un coctel de medicamentos me mantuvo con vida los primeros años, pero la extinción de las grandes ciudades obligó a los sobrevivientes a moverse a pie en pequeños grupos, buscando la segura y hospitalaria selva. Infortunadamente la noche antes de partir algunos niños del Hospital Infantil Internacional Heiligen Thomas, donde estábamos recluidos se contagiaron de la nueva tuberculosis… 

Entonces mi madre, envuelta en lágrimas tejió en su cabello cano y en el mío también cano, una trenza menudita que se sabía de memoria, me sonrió dulcemente mostrando su dentadura amarilla curtida por el tabaco, cantó una canción hermosa en lengua arcaica y señalándome con su mano me dijo: “Ahora todos iremos a la selva, y huiremos del virus; todos menos tú, hijo mío; tú irás a La montaña de fuego”. Y mis ojos de niño se llenaron de miedo y de lágrimas. 

Hasta que una noche, noche aciaga, noche incesante, noche triste, los instrumentos que, puestos bajo tierra, usaban los militares para medir la actividad del campo de confinamiento, registraron, por fin, actividad cero. Los sensores térmicos registraron temperaturas por debajo de los doce grados centígrados; entonces el comandante dio la orden a sus soldados, aún envueltos en sus uniformes de cuarentena, para que entraran con sus lanzallamas. En contados minutos el campo se convirtió en un infierno. 

Al amanecer, un grupo de soldados llegó al apartado módulo 34 para incinerarlo, pero uno de ellos registró, en sus sensores térmicos, una temperatura de dieciocho grados centígrados. Decidieron investigar antes de prender el lanzallamas, y entre el grupo de cadáveres encontró mi cuerpo, aún con vida, gracias a Ti, Señor de la Eterna Noche. 

El comandante dio la orden de abortar la misión. También ordenó que se me hiciera una prueba rápida de tuberculosis. Los soldados obedecieron y el resultado fue sorprendente: negativo. La única explicación posible para esta milagrosa supervivencia radicaba, según la ciencia, en cierta resistencia contra la bacteria responsable de la tuberculosis, resistencia que parecía estar… guardada en la sangre. 

Por: Carlos cardona


Te hablo de días circuidos por los más finos árboles:

te hablo de las vastas noches alumbradas

por una estrella de menta que enciende toda sangre:

te hablo de la sangre que canta como una gota solitaria

que cae eternamente en la sombra, encendida:

te hablo de un bosque extasiado que existe

sólo para el oído, y que en el fondo de las noches pulsa

violas, arpas, laúdes y lluvias sempiternas.


Morada al Sur, Aurelio Arturo

 

Después de un breve tratamiento y de muchos exámenes me reintegraron a mi familia que había marchado a la selva. Pero cuando regresé encontré a mi madre muerta… quizá de tristeza. Esa misma noche sepultamos su cuerpo en el corazón de la selva y adoramos tu nombre, Divino Palpitar de la noche, como ningún mortal lo había hecho desde hacía siglos… 

Hasta que una noche de luna llena los encontramos: venían en balsas de guadua por el río, vestidos con sus atuendos ancestrales y se hacían llamar los “Chamanes del Bredunco”. Junto a ellos navegaba una embarcación de motor en la que venía un grupo de médicos y científicos extranjeros. 

Ya en tierra, dijo la chamana después de saludar: “Es al albino al que buscamos” -y de nuevo mis ojos de niño se llenaron de miedo y de lágrimas-; “sabemos que guarda un secreto en su sangre; nos lo ha dicho la ciencia y el mismísimo Bredunco; por eso hemos venido a su encuentro”. 

Nos condujeron aguas arriba hasta el poblado que habían habitado durante siglos en medio de la jungla. En la maloca, los chamanes no hablaban, solo    adoraban tu gigantesca estatua monolítica. La sagrada sierpe entre tus manos y las águilas de pico curvo talladas en tus ojos de piedra, se veían recién pintadas con resinas naturales; detrás de ti, atentos, dos feroces vigilantes de piedra, cada uno de dos cabezas mostraban sus agresivos colmillos felinos y sus cuerpos desnudos, bañados en sangre. 

La chamana me pasó el totumo con el yagé después de la ceremonia lunar, y me dijo: “Dicen los Mayores y las Mayoras que antes de llegar a este lugar sagrado, en medio de un eclipse lunar, un niño de nuestra tribu fue sacrificado a petición del Dios de la Eterna Noche; su cuerpo en posición fetal fue hundido por los chamanes en el río, para que de forma natural se conservara intacto durante siglos y pudiera ser recuperado después, cuando el Gran Dios de la Eterna Noche diera la orden. Dicen los Mayores y las Mayoras que la orden ya ha sido dada. Ahora debes recordar dónde está ese cuerpo, en la sangre de ese niño está la clave para nuestra supervivencia, pues ese niño es uno de tus ancestros y gracias a sus genes has podido sobrevivir a la pandemia”. 

Y habiendo bebido un sorbo grande del Bejuco de Dios entré en tus dominios, Señor, al otro lado del tiempo, donde no existen astros ni eternos ni fugaces. Así recordé lo que estaba escrito en mi sangre: siglos atrás, los chamanes remaron aguas arriba rumbo a la cordillera sin dueño… El cauce nos condujo por el fértil valle hasta el llano grande, aún sin nombre, donde una mujer y una hija, un día tendré (o tuve, según hable con tu corazón o con el mío, divino palpitar de la noche). Cuando encontraron el piedemonte, descendieron de la balsa y continuaron la marcha a pie, trepando por la alta cordillera en la que florecen, allá en el sur, siempre en el sur, los “bosques extasiados” habitados de misterios, de fauna salvaje y de “lluvias sempiternas”. 

Después de varias jornadas los chamanes llegaron al pico más frío de las montañas Andinas, allí donde el Puracé vomita al cielo su sulfurosa humareda gris. Acamparon a orillas de la laguna termal que da nacimiento al brazo izquierdo del Bredunco; y, para ocultarse de los enemigos invisibles, se pusieron sus atavíos y sus máscaras ceremoniales; danzaron largo rato invocando tu nombre y bebieron ayahuasca. 

Después llevaron la balsa hasta la laguna hirviente y pusieron nuevamente sobre ella mi cuerpo amortajado, la vasija de oro con mi corazón en su vientre y mis pertenencias. Aún ocultos entre sus atuendos y sus máscaras la botaron al agua y se quedaron tristes en la orilla musgosa viéndola de cerca iluminada por una luna brillante pero muda. Luego la vieron convertirse en una sombra oscura, hasta que finalmente se hundió en medio del croar de las ranas. 

También recordé tu nombre guardado en mi sangre, tal como la chamana, que también es mi madre, lo dijo siglos atrás. Fue cuando desperté temblando de frio y todavía con el sabor amargo de la ayahuasca en mi garganta, aunque con otro cuerpo, con otro nombre, con otra edad, pero aún con tu corazón palpitando en mi pecho, Señor de la Eterna Noche. 

Es cierto que en su vientre líquido crece el légamo, pero no el tiempo; y así bajo el lecho oscuro del Bredunco, hecho de ceniza, limo y azogue, después de siglos y de siglos, mi cuerpo momificado, la vasija dorada con mi corazón en su vientre y mis pertenencias aparecieron ante un nuevo sol. 

Y habiendo encontrado en esa momia infantil, nuestra sangre pura, limpia y sin mancha, los chamanes y los científicos internacionales pudieron procesar el genoma ancestral para mejorar nuestro sistema inmunológico y salvarnos de la nueva tuberculosis. Pero para entonces todas las grandes ciudades estaban destruidas y todas las economías estaban colapsadas. 

La sociedad occidental era inexistente porque todos, todos sus dioses la habían abandonado; incluso, aquellos dioses que prometieron volver… nunca volvieron. Solo volviste Tú Señor, porque nuestros antepasados te presintieron entre los Andes majestuosos y te llevaron en cada gota de su sangre. Por eso nuestro destino está guardado en nuestra sangre, y tu nombre también, Dios de la Eterna Noche.

Por: Carlos Cardona 

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