El Bredunco (Meseta 2)

El río sube por los arbustos, por las lianas, se acerca,

y su voz es tan vasta y su voz es tan llena.

Y le dices, le dices: ¿Eres mi padre? Llenas el mundo

de tu aliento saludable, llenas la atmósfera.

—Yo soy tan sólo el río de los mantos suntuosos

 

Morada al Sur, Aurelio Arturo

 

Más allá del sueño existe un lugar sin tiempo y sin espacio, es el sueño primordial, el sueño colectivo, el sueño de todos los sueños; su nombre es: Bredunco, como el río que baja de los Andes.

 

Por eso, la noche de plenilunio, la noche primordial, la noche de todas las noches, los chamanes recostados en sus hamacas o sentados en sus butacos, no pensaban, sólo soñaban; su sueño era uno solo, era colectivo como su canto, porque el Bredunco es colectivo y es uno solo.

 

Hasta allá trasladaron todo lo que existente, desde el arco iris con sus colores, hasta el jaguar con su pelambre y los loros con su plumaje; solo faltaba, solo faltaba, un ser humano, alguien dispuesto a soñar eternamente el sueño primordial.

 

Entonces la chamana, que también es mi madre, dijo a la tribu: “Ahora todos iremos a la selva y escaparemos de los hombres rabiosos, babeantes y velludos”. Y señalándome con su mano me dijo: “Iremos todos, menos tú, hijo mío, tú irás al Bredunco”; y mis ojos de niño se llenaron de miedo, y de lágrimas.

 

Es tan amargo como vomitivo el sabor de la ayahuasca… pero la apuré con obediencia hasta el último sorbo. Llorando aún le entregué el totumo a mi madre, y ella agregó: “esconderemos el nombre de Dios en tu corazón para que los hombres rabiosos, babeantes y velludos no lo encuentren y no lo contaminen”. Y dicho esto, me condujo a la maloca donde cantaban, danzaban y soñaban sin reposo, los chamanes y las chamanas desde hacía varios días y varias noches. Y no canté, ni dancé, ni soñé con el Bredunco, porque esa noche, acostado boca arriba en el centro de la maloca, los chamanes con un cuchillo de roca cósmica me arrancaron el corazón, y me pusieron el tuyo, Señor de la Eterna Noche.

 

Sobre una balsa de guadua, adornada con pieles de animal bravío, cubrieron mi cuerpo, sin vida, con polvo de oro; luego lo envolvieron en mantas de algodón; y depositaron en una vasija, también de oro, mi corazón palpitante. Todo lo deslizaron hasta el río.

 

Entonces la chamana, que es mi madre, se acercó a mi oído y pronunció tu nombre; todos tus nombres en lengua mortal, todos cupieron en mi oído. También cupo la algarabía de los hombres de la tribu, la melodía triste de una zampoña lejana, el llanto de las mujeres, y finalmente la voz ronca, omnipresente, del Gran Bredunco diciendo: “Soy Bredunco, Señor de los Andes, espejo de astros eternos y fugaces; la muerte ha cerrado eternamente tus párpados, duerme, duerme en mi vientre húmedo donde crece el légamo, pero no el tiempo”.

 

Y así se hundió mi cuerpo en su torrente moreno… Y penetré en tus dominios, Señor de la Eterna Noche, al otro lado del tiempo, donde no existen astros ni eternos ni fugaces. Desde allí oí el galope de bestias velludas con cascos de metal hoyando la tierra y el grito moribundo de mis hermanos. Los oí, por siglos, los oí.

 

Pero una noche, noche mágica, noche de resurrección, noche infinita, palpitó tu corazón en mi pecho dolorido. Y desperté temblando de frío aún con el sabor amargo de la ayahuasca en mi garganta, ya no cerca al Puracé, donde dejaron mi cuerpo los chamanes sino en medio de un valle de ensueños. Desde allí pude ver a la distancia los Andes lejanos: montañas azules de lomo rizado; y en mi recuerdo vi, atrapada entre tus manos, aunque descolorida por el tiempo, la sagrada sierpe. De nuevo cupo en mi oído la canción del Bredunco cantando de antaño su canto contra la roca, diciendo: “Soy Bredunco, Señor de los Andes, espejo del cielo, sube hasta la montaña más alta, y asómate a mi cauce”. 

 

Y después de siglos subí hasta el páramo gélido donde hacen nido el águila de pico curvo y el cóndor sagrado; y me asomé en las aguas del Bredunco: espejo líquido de tiempos eternos y fugaces. En su reflejo vi, secuestrada a orillas de una bahía pestilente, a una diosa que yacía inmóvil de espaldas a una ciudad inmensa, tan luminosa que, aquella noche sin estrellas, parecía de lejos un gigantesco sólido de oro; era el país de los hombres rabiosos, babeantes y velludos, el país de Moloch¡¡¡

 

Una bola de fuego cósmico, fuego apocalíptico, fuego de todos los fuegos, consumió la ciudad en un instante y liberó a la diosa, llamada Libertad, de su cautiverio; la vi hundirse para siempre…(?) en el frío y profundo abismo del océano mientras los hombres rabiosos, babeantes y velludos, se calcinaban en el fuego cósmico, el fuego de Moloch. Ardían sus rostros pálidos, sus cabellos rubios y sedosos como las barbas del maíz; y ardían también, inyectados por la locura, sus ojos saltones de pupila azul y pestaña crespa.

 

Y todo, todo en el país de Moloch ardió hasta quedar convertido en una ceniza gris que se llevó el viento, el mismo viento que guarda nuestros muertos, y que eternamente guardará tu nombre, Dios de la Eterna Noche.

Por: Carlos Cardona

Oda al Gran Dios de la Eterna Noche. Cuento de Carlos Arturo Cardona. Meseta dos: El Bredunco