El rÃo sube por los arbustos, por las lianas, se acerca,
y su
voz es tan vasta y su voz es tan llena.
Y le
dices, le dices: ¿Eres mi padre? Llenas el mundo
de tu
aliento saludable, llenas la atmósfera.
—Yo
soy tan sólo el rÃo de los mantos suntuosos
Morada
al Sur, Aurelio Arturo
Más allá del sueño existe un lugar sin tiempo y sin
espacio, es el sueño primordial, el sueño colectivo, el sueño de todos los
sueños; su nombre es: Bredunco, como el rÃo que baja de los Andes.
Por eso, la noche de plenilunio, la noche primordial, la
noche de todas las noches, los chamanes recostados en sus hamacas o sentados en
sus butacos, no pensaban, sólo soñaban; su sueño era uno solo, era colectivo
como su canto, porque el Bredunco es colectivo y es uno solo.
Hasta allá trasladaron todo lo que existente, desde el
arco iris con sus colores, hasta el jaguar con su pelambre y los loros con su
plumaje; solo faltaba, solo faltaba, un ser humano, alguien dispuesto a soñar
eternamente el sueño primordial.
Entonces la chamana, que también es mi madre, dijo a la
tribu: “Ahora todos iremos a la selva y escaparemos de los hombres rabiosos,
babeantes y velludos”. Y señalándome con su mano me dijo: “Iremos todos, menos
tú, hijo mÃo, tú irás al Bredunco”; y mis ojos de niño se llenaron de miedo, y
de lágrimas.
Es tan amargo como vomitivo el sabor de la ayahuasca…
pero la apuré con obediencia hasta el último sorbo. Llorando aún le entregué el
totumo a mi madre, y ella agregó: “esconderemos el nombre de Dios en tu corazón
para que los hombres rabiosos, babeantes y velludos no lo encuentren y no lo
contaminen”. Y dicho esto, me condujo a la maloca donde cantaban, danzaban y
soñaban sin reposo, los chamanes y las chamanas desde hacÃa varios dÃas y
varias noches. Y no canté, ni dancé, ni soñé con el Bredunco, porque esa noche,
acostado boca arriba en el centro de la maloca, los chamanes con un cuchillo de
roca cósmica me arrancaron el corazón, y me pusieron el tuyo, Señor de la
Eterna Noche.
Sobre una balsa de guadua, adornada con pieles de animal
bravÃo, cubrieron mi cuerpo, sin vida, con polvo de oro; luego lo envolvieron
en mantas de algodón; y depositaron en una vasija, también de oro, mi corazón
palpitante. Todo lo deslizaron hasta el rÃo.
Entonces la chamana, que es mi madre, se acercó a mi oÃdo
y pronunció tu nombre; todos tus nombres en lengua mortal, todos cupieron en mi
oÃdo. También cupo la algarabÃa de los hombres de la tribu, la melodÃa triste
de una zampoña lejana, el llanto de las mujeres, y finalmente la voz ronca,
omnipresente, del Gran Bredunco diciendo: “Soy Bredunco, Señor de los Andes,
espejo de astros eternos y fugaces; la muerte ha cerrado eternamente tus
párpados, duerme, duerme en mi vientre húmedo donde crece el légamo, pero no el
tiempo”.
Y asà se hundió mi cuerpo en su torrente moreno… Y
penetré en tus dominios, Señor de la Eterna Noche, al otro lado del tiempo,
donde no existen astros ni eternos ni fugaces. Desde allà oà el galope de
bestias velludas con cascos de metal hoyando la tierra y el grito moribundo de
mis hermanos. Los oÃ, por siglos, los oÃ.
Pero una noche, noche mágica, noche de resurrección,
noche infinita, palpitó tu corazón en mi pecho dolorido. Y desperté temblando
de frÃo aún con el sabor amargo de la ayahuasca en mi garganta, ya no cerca al
Puracé, donde dejaron mi cuerpo los chamanes sino en medio de un valle de
ensueños. Desde allà pude ver a la distancia los Andes lejanos: montañas azules
de lomo rizado; y en mi recuerdo vi, atrapada entre tus manos, aunque
descolorida por el tiempo, la sagrada sierpe. De nuevo cupo en mi oÃdo la
canción del Bredunco cantando de antaño su canto contra la roca, diciendo: “Soy
Bredunco, Señor de los Andes, espejo del cielo, sube hasta la montaña más alta,
y asómate a mi cauce”.
Y después de siglos subà hasta el páramo gélido donde
hacen nido el águila de pico curvo y el cóndor sagrado; y me asomé en las aguas
del Bredunco: espejo lÃquido de tiempos eternos y fugaces. En su reflejo vi,
secuestrada a orillas de una bahÃa pestilente, a una diosa que yacÃa inmóvil de
espaldas a una ciudad inmensa, tan luminosa que, aquella noche sin estrellas,
parecÃa de lejos un gigantesco sólido de oro; era el paÃs de los hombres
rabiosos, babeantes y velludos, el paÃs de Moloch¡¡¡
Una bola de fuego cósmico, fuego apocalÃptico, fuego de
todos los fuegos, consumió la ciudad en un instante y liberó a la diosa,
llamada Libertad, de su cautiverio; la vi hundirse para siempre…(?) en el frÃo
y profundo abismo del océano mientras los hombres rabiosos, babeantes y
velludos, se calcinaban en el fuego cósmico, el fuego de Moloch. ArdÃan sus
rostros pálidos, sus cabellos rubios y sedosos como las barbas del maÃz; y
ardÃan también, inyectados por la locura, sus ojos saltones de pupila azul y pestaña
crespa.
Y todo, todo en el paÃs de Moloch ardió hasta quedar convertido en una ceniza gris que se llevó el viento, el mismo viento que guarda nuestros muertos, y que eternamente guardará tu nombre, Dios de la Eterna Noche.
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