Uno de estos campos se construyó en las montañas andinas, cerca al Puracé. Hasta allá, los militares trasladaron todo lo necesario, desde los comestibles y bebestibles, hasta las ropas y los pañales, así como gasolina, lanzallamas, armas de fuego, sensores de movimiento y sensores de calor. Solo, solo faltaban los enfermos.
Y una noche, noche luctuosa, noche voraz, noche asesina, los militares sanitarios en sus vehículos blindados, y vistiendo sus uniformes especiales para cuarentena, trasladaron hasta La montaña de fuego a 500 niños que habían nacido durante la pandemia con malformaciones genéticas; algunos ya presentaban síntomas de la nueva tuberculosis.
Uno de esos niños fui yo. Nací sin huellas dactilares, sin pigmentación y con un sistema inmunológico deprimido, pero con una hipersensibilidad especial para la espiritualidad. Por eso mis padres que practicaban la religión ancestral, me consagraron a Ti, Señor de la Eterna Noche.
Un coctel de medicamentos me mantuvo con vida los primeros años, pero la extinción de las grandes ciudades obligó a los sobrevivientes a moverse a pie en pequeños grupos, buscando la segura y hospitalaria selva. Infortunadamente la noche antes de partir algunos niños del Hospital Infantil Internacional Heiligen Thomas, donde estábamos recluidos se contagiaron de la nueva tuberculosis…
Entonces mi madre, envuelta en lágrimas tejió en su cabello cano y en el mío también cano, una trenza menudita que se sabía de memoria, me sonrió dulcemente mostrando su dentadura amarilla curtida por el tabaco, cantó una canción hermosa en lengua arcaica y señalándome con su mano me dijo: “Ahora todos iremos a la selva, y huiremos del virus; todos menos tú, hijo mío; tú irás a La montaña de fuego”. Y mis ojos de niño se llenaron de miedo y de lágrimas.
Hasta que una noche, noche aciaga, noche incesante, noche triste, los instrumentos que, puestos bajo tierra, usaban los militares para medir la actividad del campo de confinamiento, registraron, por fin, actividad cero. Los sensores térmicos registraron temperaturas por debajo de los doce grados centígrados; entonces el comandante dio la orden a sus soldados, aún envueltos en sus uniformes de cuarentena, para que entraran con sus lanzallamas. En contados minutos el campo se convirtió en un infierno.
Al amanecer, un grupo de soldados llegó al apartado módulo 34 para incinerarlo, pero uno de ellos registró, en sus sensores térmicos, una temperatura de dieciocho grados centígrados. Decidieron investigar antes de prender el lanzallamas, y entre el grupo de cadáveres encontró mi cuerpo, aún con vida, gracias a Ti, Señor de la Eterna Noche.
El comandante dio la orden de abortar la misión. También ordenó que se me hiciera una prueba rápida de tuberculosis. Los soldados obedecieron y el resultado fue sorprendente: negativo. La única explicación posible para esta milagrosa supervivencia radicaba, según la ciencia, en cierta resistencia contra la bacteria responsable de la tuberculosis, resistencia que parecía estar… guardada en la sangre.
Publicar un comentario